Un día cualquiera

Cierro la puerta con llave, me esperan las pantuflas, hacía mucho que no tenía unas, ya me estoy cansando de ellas, tienen una suela de mierda, prefiero las alpargatas, pero es tan fácil ponérselas que siempre las dejo a mano, a pie, mejor dicho. Prendo un incienso, me tomo el tiempo de elegir cuál, cuál y por qué aquél aroma del tiempo, leo los prospectos. Agradezco estar en casa, ya me dolían las orejas por los auriculares enmendados, luego de tanto arreglo en la carcasa quedaron rígidos de más; y lo que venía escuchando ahora suena en los parlantes. Repaso lo que vi afuera, porque si no, la nada misma se aprovecha de las emociones, no es que no tenga nada para hacer, es que no lo quiero hacer, tengo que recomponerme del afuera. A veces, prendo un palo santo que vive desde el año pasado, es que su uso es muy puntual, arrastro el humo con la mano hacia el corazón, como me enseñó una bruja amiga, la misma con quien un día prendimos fuego una foto de Bolsonaro recortada del diario dentro de un platito con piedras y cristales, no ayudó, quizás lo necesitábamos de cuerpo entero, de carne y hueso frente a nosotres, no prenderlo fuego, pero sí decirle algunas cositas.
El sol no entra por la ventana, se esconde detrás de unas nubes bastante rompe pelotas, son pocas, pero bastaron para haberme negado la vitamina D que andaba necesitando este día, cenaré pescado, arroz con atún, mi prefe.
Le doy de comer a los peces, les doy las llave de la casa, las devoran, son pirañas biónicas, me quedaré encerrado con ellas un ratito, luego buscaré una nueva salida, si no la encuentro, la crearé, el cerrajero está de vacaciones y no le confío mi puerta a cualquiera.